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Este conjunto de cuadros de Miguel Marina (Madrid, 1989), todos ellos de factura reciente, han sido pintados con esta exposición en el horizonte, tras un cuidado examen por parte de su autor de las características del lugar, uno de los más emblemáticos y exigentes del museo, con sus altos muros y sus ritmos atrayentes. Es cierto que no es habitual que los artistas sientan en este espacio la exigencia de especificidad que suele imponer la Capilla, pero no es menos cierto que incluso quienes practican hoy la pintura buscan activar el espacio de turno de modo que se torne en algo más que un continente para sus pinturas, que sea, a la vez, contenido elocuente. Ocurrió en este mismo espacio con Damaris Pan, quien creó una sorprendente columna, y ocurre ahora con Miguel Marina, que prolonga uno de los muros cortos dándole otra cadencia a la sala.
Marina ha titulado su exposición “Hasta aquí”. Pocas expresiones delatan la idea de fin de trayecto, de última parada como lo hace esta. Y en el ámbito de la creación, pocas resultan tan delicadas. Dar por bueno un cuadro siempre es uno de los grandes dilemas de quien pinta; cuánto esto tiene de irreversible, el anhelo de irrefutabilidad, es siempre un componente perturbador en el quehacer artístico, de ahí que un título así puede, por vehemente, llamar a engaño, hasta deslizarnos, paradójicamente, hacia el ámbito de la incertidumbre o, al menos, uno el que nada deba darse por sentado. Quien haya seguido durante algunos años la pintura de Miguel Marina conocerá la facilidad con la que sortea el encorsetamiento de todo registro pictórico. Ante sus obras, a uno le cuesta discernir si lo que ve en la pintura es fruto de una situación germinal o del estertor último de algo. Así, un “hasta aquí” traerá invariablemente consigo una secuencia de preguntas: ¿desde y hasta dónde? ¿desde y hasta cuando?
En realidad, creemos saber lo que pasa. La invitación del Patio Herreriano a exhibir el trabajo en su Sala 8 no supone una cesura, una pausa interna en su trabajo para satisfacer nuestra propuesta. Si lo que aquí se presenta es novedoso con respecto a lo pintado hace solo algunos meses es debido a una cuestión medular en toda su obra, que no es otra que la desinhibición con la que se conduce a la hora de asomarse a nuevos registros y permeabilidad con la que acoge los estímulos imprevistos. Todo nace -nos cuenta el artista- desde una firme predisposición a la búsqueda. El decálogo pictórico de Marina es dúctil, pero no por falta de solidez sino porque se arma desde un estar siempre haciéndose. Van presentándosenos los mimbres de esta poética de lo impredecible en la que no hay otro plan que dejar que la pintura vaya encontrando su lugar, que todo ánimo discursivo se revele de un único modo: pintándose y no diciéndose.
Hay una paleta exuberante en esta pintura última. No es del todo novedosa, pues ya encontrábamos gamas encendidas en obras anteriores que tendían, eso sí, a disponerse en extensas monocromías, o en superficies de tonos siempre afines a una temperatura concreta. Persisten los tonos evocadores de latitudes lejanas, históricas, con azules que nos llevan a territorios de ultramar, y al mismo tiempo, permanece también esa pátina última que otorga a las superficies esa condición pretérita que tanto asomaba en obras de otro tiempo, como en las que resultaron de su experiencia romana en la Academia de España, tan determinante. Porque en no pocas pinturas, a la brillante y fogosa -y, por lo tanto, decididamente viva- cualidad del color, Miguel aplica el caudal de un tiempo acumulado, y, así, nociones temporales como el “ahora” y el “siempre” se vierten en un mismo lugar, un espacio en común. Uno encuentra cierta dificultad a la hora de buscar la palabra correcta en esto de la temporalidad, pues no es fácil saber si Marina opone una capa a otra, si con una trata de mitigar la otra… La relación entre un brillo ferviente y la opaca densidad que trae consigo lo vetusto es decididamente ambigua.
En estos cuadros recientes, el abanico de acciones se amplía, enriqueciéndose con ellas el rotundo repertorio de su abstracción. Conviven trazos vigorosos y formas que tienen algo de embrionario, de incipiente. Quien observa estas pinturas distingue formas que aparecen en no pocas piezas. Siendo radicalmente abstractas, pueden resultar reminiscentes, tal vez por su presencia reiterada o por su potencial evocador. En cualquier caso, las reconocemos aquí y allá. Son formas desencadenantes que crecen a diferente temperatura, a veces entre una agitada y visceral actividad en el trazo, otras en un vacío de lenta y, por ende, escasa expresividad.
Volvamos al espacio que acoge esta pintura. Aceptan, o más bien reclaman, estos muros obra de gran formato. Se maneja con soltura Marina en obras de variado tamaño, y tanto satisface las exigencias grandilocuentes del espacio como puntúa, con muy poco y sutilmente, el espacio vacío. La arquitectura de este espacio produce en quienes lo activan una inclinación a ver tantas cosas fuera como dentro del cuadro. A eso apelábamos al inicio: el equilibrio que Marina consigue en el interior del cuadro encuentra su eco en el exterior. El ritmo de uno y otro es, al cabo, uno solo, coherente, como la velocidad, como la temperatura.
Fuente: https://museoph.org/exposicion/miguel-marina
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