Ramón Abril concibe la pintura como una forma de reconquistar el mundo interior a través del exterior. En este tránsito, la soledad y el aislamiento se revelan esenciales. Solo en ese silencio nace la posibilidad de experimentar y traducir lo vivido en imágenes que se sienten absolutamente primordiales: formas elementales que evocan el nacimiento del mundo, los orígenes, el contraste perpetuo entre orden y caos.
La naturaleza y el paisaje reaparecen como elementos centrales de su obra, no tanto como representaciones externas, sino como proyecciones del alma. En sus composiciones, el paisaje deja de ser un fondo para convertirse en un “paraje del alma”, un territorio simbólico donde se libra el combate entre lo exterior y lo interior, entre el mundo y el espíritu. Es en este proceso donde el acto de mirar se transforma en un “placer de mirar”: una experiencia contemplativa que aspira a elevar el alma.
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